Don Archibaldo y el Mundo Secreto
(Narración sobre algunos humanos y muchos insectos y animales
varios)
por Benjamín Gavarre
Capítulo 1: Las Gotas de Sol
En la
casa de Don Archibaldo de la Luz, la vida tenía sus propias reglas. Era un
lugar peculiar donde las arañas, mariposas negras, polillas, grillos y
abejorros eran tan bienvenidos como Tobi, el perro leal. De alguna manera, se
había corrido la voz: el "viejito", como le llamaban, no se molestaba
con los insectos.
Era una
casa de ventanas y balcones abiertos, donde ocasionalmente un colibrí entraba
por error y salía sin pánico.
Una
tarde de bochorno, cuando el aire estaba tan quieto que Carlita, la araña,
sentía que su telaraña en la esquina no vibraba, se oyó el clic familiar de la
manguera. Don Archibaldo sonrió, apuntó el chorro de agua no a las plantas,
sino directo al cielo azul, y entonces ocurrió la magia. El agua subió y se
rompió en un millón de finísimas gotitas, creando una lluvia personal que
refrescó el patio.
Y con la
lluvia, como por generación espontánea, llegaron ellas: una nube de mariposas
amarillas.
—¡Qué
maravilla! —suspiró una mariposa negra desde un lugar seco.
Pero no
todos estaban admirados.
—Demasiado
amarillas —zumbó una mosca, que siempre se creía experta en todo—. Es un color
chillón. El negro tornasol, como el mío, es más elegante.
—¡Unas
presumidas! —añadió una polilla, sintiéndose opacada.
—Es
obvio de dónde salieron —sentenció la mosca a un escarabajo que miraba
atónito—. ¡Nacieron del agua! El viejito las crea. Lanza el agua, el sol la
atraviesa y ¡pum! Gotas de sol con alas.
Las
mariposas amarillas, ajenas a la envidia y a las teorías sobre su origen,
bebieron felices. Y cuando el viejito cerró la llave, desaparecieron tan
misteriosamente como habían llegado.
Capítulo 2: El Concierto del Alacrán
Una
noche, esa paz se rompió. Un sonido nuevo, seco y rítmico, llenó la casa.
¡Cran... cran!
—¡Eso no
es un grillo! —chilló un grillo verdadero, escondiéndose.
¡Cran... cran!
—¡Es el
alacrán! —gritó una polilla—. ¡Lo he visto! ¡Tiene una cola que da miedo!
¡"Cran cran" significa "voy a picar"!
El
pánico fue total.
—¡Que se
vaya! —exigió la mariposa negra—. ¡Hay que enviarlo al patio de atrás!
—¡Sí!
—apoyó el grillo, asomando las antenas—. ¡Donde vive el gato malvado! ¡Ese sí
que lo pondrá en su lugar!
Mientras
debatían cómo moverlo sin ser picados, la mosca "experta" se posó a
una distancia prudente.
—Oye,
tú, el del "cran cran". ¿Qué pretendes?
El
alacrán dejó de hacer su ruido. Miró a la mosca con sus múltiples ojos.
—¿Pretender?
Probaba la acústica. Es excelente —dijo con voz rasposa—. Mi nombre es Antonio.
Soy músico. ¿No reconocen un compás de 6x8?
Todos se
quedaron helados. Antonio el alacrán explicó que el viejito lo había visto
entrar y solo le había dicho: "Cuidado por dónde pisas, amigo". Esa
noche, la casa tuvo un concierto inolvidable: el grillo tocaba su melodía aguda
y Antonio lo acompañaba con su percusión rítmica.
Capítulo 3: Días Mosca y Noches Loro
La vida
volvió a sus discusiones habituales. La mosca, sintiéndose segura en su charla
con Carlita la araña (quien la escuchaba pacientemente, aunque por otras
razones), presumía de sus viajes.
—Esto me
recuerda al campo —zumbó la mosca, refiriéndose a una corriente de aire—. El
aire fresco... ¡Soy una experta en el campo!
—¿Ah,
sí? —preguntó Carlita, tejiendo.
—¡Claro!
¡Estuve en el estadio de fútbol! ¡Un lugar inmenso, verde y lleno de gente
gritando! ¡Eso es el campo!
Un
pajarito que entraba y salía de la casa soltó un trino que sonó a risa.
—¿Un
estadio? Con respeto, amiga, pero el campo de verdad queda lejísimos. ¡Volando,
me tomaría tres o cuatro días llegar!
Los
insectos se quedaron boquiabiertos.
—¿Tres o
cuatro días de pájaro? —preguntó Carlita—. ¿Cuántos "días mosca"
serían esos?
Nadie
supo qué era un "día mosca" ni cuánto vivía una.
—¡Alguien
me habló una vez de un loro! —dijo la mariposa negra, cambiando de tema—. Dicen
que habla y vive cien años.
—¿Un
loro? —preguntó el grillo. Nadie en la habitación supo qué era eso.
Capítulo 4: El Olor del Peligro (El Gato Malvado)
Era una
tarde perezosa. Don Archibaldo dormitaba en su sillón, con un libro abierto
sobre el pecho, y un suave ronquido se unía a la sinfonía de la casa. Carlita
reparaba un hilo de su telaraña. Todo estaba en calma.
Y
entonces, el aire cambió.
No fue
un sonido. Fue un olor. Un olor denso, almizclado, un olor a caza y a peligro.
Tobi,
que dormía a los pies del sillón, levantó la cabeza de golpe, un gruñido sordo
naciendo en lo profundo de su pecho.
Una
sombra se deslizó por el balcón abierto. Era el Gato Malvado. Tenía ojos
amarillos como linternas y un pelaje oscuro. Se agachó, sus ojos fijos en
Carlita.
—Grrrrrrrrr....
El
gruñido de Tobi subió de volumen. El gato giró la cabeza, molesto, siseó.
—Vaya,
vaya. Miren a quién tenemos aquí —dijo Don Archibaldo, que se había despertado.
El gato
lo miró, calculando.
—Señor
Gato —dijo Archibaldo, con calma—. Creo que esta no es su casa. Y esos —señaló
a Carlita— no son sus aperitivos. Ándele. A su patio.
El gato,
desconcertado por la falta de miedo del humano, dio media vuelta y, con un
salto resentido, desapareció por el balcón.
—¿Vieron
eso? —susurró la mosca—. ¡El Viejito es un domador de bestias!
Capítulo 5: El Misterio de la Foca que Respira Aceite
No todos
los visitantes eran bienvenidos. Un martes, en lugar de Don Archibaldo, llegó
la "Señora Enojada". Entró suspirando, haciendo ruidos fuertes con
cubetas y trayendo olores que picaban en las antenas.
—¡Escóndanse!
—gritó Carlita.
Desde
sus escondites, la comunidad observaba a la nueva criatura.
—¿Qué...
qué tipo de animal es ese? —susurró una polilla.
—¿Será
un loro? —aventuró el escarabajo.
—¡No! No
tiene plumas —dijo la mosca—. ¡Ya sé! ¡Es una foca!
La
teoría era audaz.
—¿Una
foca? ¿Aquí? —dudó el grillo.
—¡Claro!
—insistió el escarabajo—. ¡Necesita estar mojada! ¡Y huele raro porque las
focas respiran aceite!
—¡Absurdo!
—intervino el grillo—. Mi primo vive cerca del acuario. ¡Las focas comen
pescado! ¿Ves a esta comiendo pescado? ¡No! ¡Está atacando los muebles con un
trapo!
La
señora terminó, soltó un suspiro largo y triste mirando por la ventana, y se
fue.
—Ya sé
lo que es —dijo la mosca en voz baja—. Es un humano. Como el viejito. Pero es
uno que tiene una vida terrible. Apuesto a que no tiene ni un solo perro. Ni
siquiera tiene un gato malvado que la acompañe.
Capítulo 6: El Viejito-Cachorrito
Pero
había otro visitante, el más aterrador y confuso de todos. Primero se oía un
¡RUUUUM-BAP-BAP! que hacía vibrar los cristales. Luego, los pasos: Paso...
arrastre. Paso... arrastre.
Era
Heraclio de la Luz, el hijo. Tenía 37 años, pero para los insectos era el
"Viejito-Cachorrito": la versión joven, rápida y enojada de Don
Archibaldo.
—¡Escóndanse!
¡Es él! —chilló el grillo—. ¡El que camina chueco!
—¡Es un
cazador! —sentenció la mosca—. Ese ¡RUUUUM! es su máquina de la velocidad. ¡Y
camina chueco porque lo embistió un rinoceronte! ¡Por eso está tan enojado!
Heraclio
entró dando un portazo.
—Archibaldo.
Aquí está tu despensa.
Don
Archibaldo de la Luz bajó su libro.
—Ah,
Heráclito, hijo. Qué bueno que llegas.
Heraclio
gruñó mientras guardaba las cosas con eficiencia violenta.
—Te lo
he dicho, no me llames Heráclito. Y deja de leer. ¿Ya comiste?
—Aún no.
El
rostro enojado de Heraclio se suavizó por un instante. Calentó un recipiente
que trajo y se lo puso delante.
—Come.
Desde
las sombras, los insectos no entendían nada. Le daba órdenes al viejito, pero
también le daba de comer.
—Es
porque nació sin mamá —susurró Tobi, que entendía esas cosas—. Es solitario. Y
su madriguera... es esa máquina ruidosa.
Capítulo 7: El "Bug" y la Filosofía del Río
Otro
día, Heraclio llegó más frustrado que de costumbre.
—¡Archibaldo!
¡La gente en la calle está loca hoy! ¡Loca!
—Hola,
Heráclito —saludó el viejito, levantando la vista de un crucigrama—.
¿"Loca" en qué sentido filosófico? Por cierto, siempre me ha gustado
nuestro apellido. Al menos eres "de la Luz" y no "del Río",
como tu tocayo Heráclito de Éfeso, que decía que todo fluye...
—¡Ya vas
a empezar con el río! —cortó el joven, frotándose la cara—. ¡Mi paciencia no
fluye! ¡Tengo un "bug" gigante en el sistema del cliente nuevo y no
sé por dónde empezar! ¡Odio los "bugs"!
Un
terror helado recorrió a los insectos.
—¡UN
"BUG"! —gritó la polilla—. ¡En el sistema!
—¡"Bug"
es insecto! —chilló el grillo—. ¡Nos odia! ¡Quiere acabar con nosotros!
—¡Va a
fumigar! —lloriqueó la mosca.
Estaban
a punto de provocar una estampida cuando una voz aguda bajó del balcón. Era
Ardi, una ardilla que a veces robaba nueces de la cocina.
—¡Shhh!
¡Ignorantes! —castañeteó—. ¡Cálmense! "Bug" es una palabra de humano.
Cuando sus cajas de luz no funcionan, dicen que tienen un "bug".
Significa "error". Un "insecto" en su máquina. No se
refiere a ustedes. Se refiere a un problema que tienen ellos.
Los
insectos soltaron un suspiro colectivo de alivio.
Mientras
tanto, Don Archibaldo señalaba con la barbilla el hombro de su hijo. Una
mariposa amarilla se había posado en la chaqueta de cuero negro.
—¡Quieto!
—dijo Archibaldo—. Mírala. Es perfecta. ¿Qué "bug" de computadora
puede competir con eso?
Heraclio,
el hombre ruidoso de la motocicleta, se quedó inmóvil. Observó las alas
amarillas. Y entonces, Carlita, que tenía el mejor ángulo, lo vio: una pequeña,
casi invisible, pero genuina sonrisa se dibujó en la cara de Heraclio mientras
murmuraba: "Eres un caso, Archibaldo".
Capítulo 8: La Tortuga que Recordaba Todo
La casa
se sentía extraña. Don Archibaldo llevaba dos días sin salir. Tobi estaba
echado junto a la puerta de su habitación y no se movía. Heraclio había venido,
había hecho ruidos extraños que sonaban a llanto, y se había ido.
—¿A
dónde se fue el Viejito? —preguntó la mariposa negra.
—¡Tomó
un avión! —insistió la mosca.
—No
creo... —dijo Tobi en voz baja—. Esta vez es diferente.
—Eran
todos unos tontos —dijo una voz nueva, lenta y grave como piedras viejas.
Desde
las sombras profundas debajo de la biblioteca, salió Casiopea, la tortuga.
Nadie la había visto moverse en años.
—Llevo
en esta casa más tiempo que el polvo —dijo—. ¿Quieren saber quién era
Archibaldo? No era un rey. Era un maestro. Siempre fue así de amable. Y tenía
una mujer... tan brillante como una mariposa amarilla. Pero se fue muy rápido,
justo después de que llegara Heráclito.
»Y
Archibaldo se quedó con el niño. Le enseñó todo: libros, historia, sus discos
de música. Y Heráclito le enseñó a él. Le enseñó de internet. Archibaldo tenía
amigos por internet, pero venía y me decía: "Casiopea, qué gente tan rara.
Estábamos hablando y de repente me ghostearon". O: "Creo
que me banearon del grupo de crucigramas". No entendía
esas cosas.
»Al
final, siempre volvía a lo mismo —continuó la tortuga—. A sus plantas. A
nosotros. Pero no se cuidaba él. Heraclio le rogaba que fuera al doctor. Pero
él solo sonreía. Y antier... se fue. Como un pajarito. Se durmió escuchando su
música y ya no despertó.
Un
silencio pesado cayó sobre la habitación.
Capítulo 9: La Nueva Casa (Epílogo)
La
puerta se abrió. Era Heraclio. No era el "Viejito-Cachorrito"
enojado, sino un hombre con una tristeza práctica. Llevaba cajas.
Heraclio
caminó por la casa, guardando los libros de su padre, los discos. Vio a Tobi y
le rascó las orejas.
—Tú
vienes conmigo, viejo amigo.
Luego
vio a Casiopea.
—Y tú
también, anciana. Papá no querría que te quedaras sola.
Finalmente,
sus ojos se posaron en la esquina de la ventana. En Carlita, paralizada de
terror en su telaraña.
Heraclio
la miró. Fue a la cocina, tomó un frasco de vidrio y un cartón. Con una
delicadeza que nadie le había visto jamás, acercó el frasco.
—Vamos,
amiga —le susurró—. Tienes que mudarte.
Con
cuidado, guio a Carlita dentro del frasco y le hizo agujeros a la tapa.
Se quedó
mirando la casa vacía. Tobi junto a su pierna, el frasco en una mano y la caja
con Casiopea en la otra.
—Venderé
la casa —dijo en voz alta, para sí mismo—. No puedo... no puedo estar aquí sin
él.
Salió
por última vez, con su paso... arrastre. Y aunque vendiera las
paredes, Heraclio se llevaba el corazón de la casa. Sabía que dondequiera que
pusiera ese frasco, en su nuevo y solitario departamento, no pasaría mucho
tiempo antes de que un grillo encontrara el camino, o una polilla se sintiera
atraída por la luz.
El
departamento nuevo era silencioso. Heraclio se sentó en el sofá moderno. El
silencio de la casa vacía era enorme.
Bzzzz...
Una
mosca. Común y corriente. Zumbando.
Heraclio
levantó la mano, el viejo instinto de aplastarla. Pero se detuvo. Bajó la mano.
Soltó un suspiro largo, cansado, que sonó exactamente como los de su padre.
—Está
bien... —murmuró, agitando la mano para espantarla—. Puedes quedarte. Pero no
traigas a tus amigos ruidosos. ¿Entendido?
La mosca
se posó en la lámpara del techo.
Heraclio
sonrió. Una sonrisa diminuta, casi invisible, triste y real. El espíritu de
Archibaldo de la Luz no se había ido del todo.
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